6 de abril. 2009
Todo se cae, se rompe, se agrieta, se desmorona; hay un ruido inmenso, similar al que podrían causar seis mil setecientos setenta y un millones doscientos doce mil setecientos veintisiete martillos hidráulicos golpeando la tierra al mismo tiempo. Hay otro sonido: seis mil setecientos setenta y un millones doscientos doce mil setecientos veintisiete carcajadas arrojadas al mismo tiempo. Alguien puede decir que esto es un caos, pero estaría olvidando que mientras todos tengamos la sensación de que no somos fragmentos, que somos parte de algo más grande, nada más importa; estaría olvidando que en todas partes se crean cosmogonías para explicar el universo y para darle sentido a nuestras vidas, y que ese afán por la colectividad es lo que nos da por lo menos un poco de trascendencia.
Por lo menos ahora nadie parece pensarlo, todos ríen a carcajadas, y nos miramos, y nos afecta que los otros rían, y nos causa una emoción inmensa, y más reímos. A carcajadas.
Ha sido sólo cuestión de minutos. No me lo explico, porque venía caminando por la calle igual de amargado que siempre. Venía quejándome por el dolor que me dejó el golpe que me di con el filo de la puerta del auto, en las costillas, al cerrarlo. Me quejaba de muchas cosas, pero ahora que recuerdo lo que me dolía hace unos minutos, mientras estoy aquí, tan feliz, me da vergüenza enumerar mis dolores.
Sentí que mi zapato estaba a punto de caerse, me agaché para atarlo pero la agujeta se había roto. Justo iba a empezar a maldecir cuando salió por una esquina un hombre. Venía saltando. Sobre los dos pies. Al mismo tiempo. Me pareció fastidiosamente gracioso ver al sujeto que venía sonriendo con los labios apretados, volteando para todos lados, exhibiendo una felicidad liviana e inocente, presumiéndola.
Primero quise que se detuviera. No podía ser. Nadie tiene derecho a ser tan feliz. Incluso pensé en levantarme y decirle que ya era suficiente, que su numerito no era gracioso. Apenas esbozaba un movimiento para intentar ponerme de pie y detener al tipo cuando él volteó a mirarme. Y no dejó de saltar, pero se detuvo. Saltaba en un mismo sitio mientras me miraba y sonreía. Luego levantó las cejas, y cuando las bajó se me revolvió el estómago. Sentí unos espasmos en las costillas, nauseas, y ese sabor podrido que subió reptando del estómago a la tráquea; quise resistir, pero terminé por vomitar una sonrisa.
Aún con la sonrisa en la boca tenía pensado acercarme al sujeto y decirle que se detuviera. Cuando me levanté y comencé a avanzar hacia él, me di cuenta de que tenía que reírme: no movía un pie detrás de otro: los tenía juntos y se levantaban al mismo tiempo: saltaba. En lugar de llegar hasta él y decirle que se detuviera, decidí llegar hasta él y seguirlo a donde fuera, sólo para saber cómo pararían las cosas.
Yo veía a la gente y no podía dejar de sonreírles a todos; los veía y notaba la mayoría de las caras mirándome con una especie de asco que rayaba en la envidia. Y llegué a pensar que me veía ridículo saltando con otro sujeto por la calle con una tremenda sonrisa apretada en la cara; y justo después concluí que lo ridículo era tenerle miedo a parecer ridículo, porque no podemos ser más ridículos con nuestros buenos o malos hábitos y nuestras excelentes o pésimas costumbres y nuestras falsas o dobles morales; eso es ridículo; saltar y sonreír, no.
Luego vi a otro hombre que venía saliendo de una peluquería, traía una toalla enredada en el cuello y espuma sobre la barba. Mucha espuma. Tenía una línea bien definida que le cruzaba el cachete, un surco de espuma por el que asomaba su piel. Detrás de él salió el barbero, se quedó parado en la puerta de la peluquería, con los brazos cruzados. Primero se veía confundido, pero después comenzó a reír. Yo veía al tipo regando espuma por todos lados y saltando sin dirigirse a ninguna parte, nomás por saltar. Cuando me vio su sonrisa fue tan grande que tuvo que mostrar los dientes.
Luego se me adelantó una mujer con el pelo muy bien peinado, brillante y aplastado contra la cabeza, sostenía un bolso con las dos manos y saltaba sobre unos tacones altos. Y yo nunca había visto a una mujer de negocios, porque tenía toda la apariencia de una, que tuviera una sonrisa que se acercara ni por poco a lo sincero. Se notaba que quería reír. Y entonces topó de frente con un sujeto en traje de corte italiano que traía un portafolio abrazado contra el pecho, que también venía saltando; y justo antes de chocar se rieron con más ganas, saltaron en otra dirección antes de tocarse y el sujeto aventó el portafolio al piso y levantó las manos.
Luego la gente empezó a salir de los cafés saltando, de dos en dos o de tres en tres, y rebotaban para todos lados sin chocar unos con otros. Adentro de los restaurantes se veían algunos saltando sobre las mesas y en todos lados. Quedaban cada vez menos que nos miraban con recelo en la boca, como si cometiéramos una tremenda injusticia con ellos porque a nosotros ya no nos importaba nada, y nos estábamos olvidando que hay gente a la que le duele demasiado el ridículo como para olvidarse de todo y reír.
La gente comenzó a ser mucha y había menos espacio para cada persona; parecía que se concentrara en un solo punto, pero en realidad se expandía, salían de los lugares donde estaban amontonados, y se extendían por las calles, tapándolas.
Me quedé saltando frente a un escaparate. Las cosas se movían, como si quisieran imitarnos a todos, a nosotros, los felices humanos, y temblaban intermitentemente y se acercaban a los bordes de los anaqueles. Luego comenzaron a caer. Los autos dejaron de estar junto a las banquetas y las risas se volvieron más estruendosas, porque comenzaron a ser muchas. El cristal del escaparate comenzó a cuartearse hasta que tronó. ¡Crash! Y quise tirarme al suelo y retorcerme de risa, revolcarme sobre los vidrios, pero no quería dejar de saltar. Y no lo hice.
Los oídos comenzaron a zumbarme. Llegué a sentir deseos de calificar el zumbido como desagradable, pero aunque dolieran los oídos era gracioso. Era tan gracioso que todo se moviera y saliera del lugar que les designamos arbitrariamente en un mundo que creemos que nos pertenece.
Y entre tantas cosas que se mueven escuché un sonido que por un momento tapó a los demás: un edificio se vino abajo. No soportó que toda la gente dentro le saltara encima y se desplomó como si hubiera sido una torre de arena dentro de un vaso, justo después de que uno levanta el vaso la arena se desmorona como el edificio. Así se cayó. Hubo una carcajada general, más fuerte que la carcajada que ya era constante, y un cristal reventó en alguna parte, como los platillos de una sinfónica.
Se empezó a librar el espacio poco a poco, y la gente empezaba a ser menos, había unas enormes grietas en el suelo que se iban tragando gente a montones. Y se oía desvanecerse las carcajadas mientras esa bola de gente caía por las grietas.
Poco a poco dejó de temblar, poco a poco nos fuimos cansando de saltar y de reír a carcajadas. Me dolía el estómago, y tuve que tirarme al suelo para tomar aire, y aún así una que otra risa me tensaba el estómago.
Aquí estoy sentado, mirando a los que quedan. También están sentados por ahí, y nos reímos unos con otros como si aún nos quedara el último destello de lo que nos causó tanta risa. Somos pocos y así está bien. Quién quiere a tanta gente por ahí, robándole espacio al mundo. Y qué mejor manera de deshacernos unos de otros.
Todo se cae, se rompe, se agrieta, se desmorona; hay un ruido inmenso, similar al que podrían causar seis mil setecientos setenta y un millones doscientos doce mil setecientos veintisiete martillos hidráulicos golpeando la tierra al mismo tiempo. Hay otro sonido: seis mil setecientos setenta y un millones doscientos doce mil setecientos veintisiete carcajadas arrojadas al mismo tiempo. Alguien puede decir que esto es un caos, pero estaría olvidando que mientras todos tengamos la sensación de que no somos fragmentos, que somos parte de algo más grande, nada más importa; estaría olvidando que en todas partes se crean cosmogonías para explicar el universo y para darle sentido a nuestras vidas, y que ese afán por la colectividad es lo que nos da por lo menos un poco de trascendencia.
Por lo menos ahora nadie parece pensarlo, todos ríen a carcajadas, y nos miramos, y nos afecta que los otros rían, y nos causa una emoción inmensa, y más reímos. A carcajadas.
Ha sido sólo cuestión de minutos. No me lo explico, porque venía caminando por la calle igual de amargado que siempre. Venía quejándome por el dolor que me dejó el golpe que me di con el filo de la puerta del auto, en las costillas, al cerrarlo. Me quejaba de muchas cosas, pero ahora que recuerdo lo que me dolía hace unos minutos, mientras estoy aquí, tan feliz, me da vergüenza enumerar mis dolores.
Sentí que mi zapato estaba a punto de caerse, me agaché para atarlo pero la agujeta se había roto. Justo iba a empezar a maldecir cuando salió por una esquina un hombre. Venía saltando. Sobre los dos pies. Al mismo tiempo. Me pareció fastidiosamente gracioso ver al sujeto que venía sonriendo con los labios apretados, volteando para todos lados, exhibiendo una felicidad liviana e inocente, presumiéndola.
Primero quise que se detuviera. No podía ser. Nadie tiene derecho a ser tan feliz. Incluso pensé en levantarme y decirle que ya era suficiente, que su numerito no era gracioso. Apenas esbozaba un movimiento para intentar ponerme de pie y detener al tipo cuando él volteó a mirarme. Y no dejó de saltar, pero se detuvo. Saltaba en un mismo sitio mientras me miraba y sonreía. Luego levantó las cejas, y cuando las bajó se me revolvió el estómago. Sentí unos espasmos en las costillas, nauseas, y ese sabor podrido que subió reptando del estómago a la tráquea; quise resistir, pero terminé por vomitar una sonrisa.
Aún con la sonrisa en la boca tenía pensado acercarme al sujeto y decirle que se detuviera. Cuando me levanté y comencé a avanzar hacia él, me di cuenta de que tenía que reírme: no movía un pie detrás de otro: los tenía juntos y se levantaban al mismo tiempo: saltaba. En lugar de llegar hasta él y decirle que se detuviera, decidí llegar hasta él y seguirlo a donde fuera, sólo para saber cómo pararían las cosas.
Yo veía a la gente y no podía dejar de sonreírles a todos; los veía y notaba la mayoría de las caras mirándome con una especie de asco que rayaba en la envidia. Y llegué a pensar que me veía ridículo saltando con otro sujeto por la calle con una tremenda sonrisa apretada en la cara; y justo después concluí que lo ridículo era tenerle miedo a parecer ridículo, porque no podemos ser más ridículos con nuestros buenos o malos hábitos y nuestras excelentes o pésimas costumbres y nuestras falsas o dobles morales; eso es ridículo; saltar y sonreír, no.
Luego vi a otro hombre que venía saliendo de una peluquería, traía una toalla enredada en el cuello y espuma sobre la barba. Mucha espuma. Tenía una línea bien definida que le cruzaba el cachete, un surco de espuma por el que asomaba su piel. Detrás de él salió el barbero, se quedó parado en la puerta de la peluquería, con los brazos cruzados. Primero se veía confundido, pero después comenzó a reír. Yo veía al tipo regando espuma por todos lados y saltando sin dirigirse a ninguna parte, nomás por saltar. Cuando me vio su sonrisa fue tan grande que tuvo que mostrar los dientes.
Luego se me adelantó una mujer con el pelo muy bien peinado, brillante y aplastado contra la cabeza, sostenía un bolso con las dos manos y saltaba sobre unos tacones altos. Y yo nunca había visto a una mujer de negocios, porque tenía toda la apariencia de una, que tuviera una sonrisa que se acercara ni por poco a lo sincero. Se notaba que quería reír. Y entonces topó de frente con un sujeto en traje de corte italiano que traía un portafolio abrazado contra el pecho, que también venía saltando; y justo antes de chocar se rieron con más ganas, saltaron en otra dirección antes de tocarse y el sujeto aventó el portafolio al piso y levantó las manos.
Luego la gente empezó a salir de los cafés saltando, de dos en dos o de tres en tres, y rebotaban para todos lados sin chocar unos con otros. Adentro de los restaurantes se veían algunos saltando sobre las mesas y en todos lados. Quedaban cada vez menos que nos miraban con recelo en la boca, como si cometiéramos una tremenda injusticia con ellos porque a nosotros ya no nos importaba nada, y nos estábamos olvidando que hay gente a la que le duele demasiado el ridículo como para olvidarse de todo y reír.
La gente comenzó a ser mucha y había menos espacio para cada persona; parecía que se concentrara en un solo punto, pero en realidad se expandía, salían de los lugares donde estaban amontonados, y se extendían por las calles, tapándolas.
Me quedé saltando frente a un escaparate. Las cosas se movían, como si quisieran imitarnos a todos, a nosotros, los felices humanos, y temblaban intermitentemente y se acercaban a los bordes de los anaqueles. Luego comenzaron a caer. Los autos dejaron de estar junto a las banquetas y las risas se volvieron más estruendosas, porque comenzaron a ser muchas. El cristal del escaparate comenzó a cuartearse hasta que tronó. ¡Crash! Y quise tirarme al suelo y retorcerme de risa, revolcarme sobre los vidrios, pero no quería dejar de saltar. Y no lo hice.
Los oídos comenzaron a zumbarme. Llegué a sentir deseos de calificar el zumbido como desagradable, pero aunque dolieran los oídos era gracioso. Era tan gracioso que todo se moviera y saliera del lugar que les designamos arbitrariamente en un mundo que creemos que nos pertenece.
Y entre tantas cosas que se mueven escuché un sonido que por un momento tapó a los demás: un edificio se vino abajo. No soportó que toda la gente dentro le saltara encima y se desplomó como si hubiera sido una torre de arena dentro de un vaso, justo después de que uno levanta el vaso la arena se desmorona como el edificio. Así se cayó. Hubo una carcajada general, más fuerte que la carcajada que ya era constante, y un cristal reventó en alguna parte, como los platillos de una sinfónica.
Se empezó a librar el espacio poco a poco, y la gente empezaba a ser menos, había unas enormes grietas en el suelo que se iban tragando gente a montones. Y se oía desvanecerse las carcajadas mientras esa bola de gente caía por las grietas.
Poco a poco dejó de temblar, poco a poco nos fuimos cansando de saltar y de reír a carcajadas. Me dolía el estómago, y tuve que tirarme al suelo para tomar aire, y aún así una que otra risa me tensaba el estómago.
Aquí estoy sentado, mirando a los que quedan. También están sentados por ahí, y nos reímos unos con otros como si aún nos quedara el último destello de lo que nos causó tanta risa. Somos pocos y así está bien. Quién quiere a tanta gente por ahí, robándole espacio al mundo. Y qué mejor manera de deshacernos unos de otros.