lunes, 20 de abril de 2009

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6 de abril. 2009

Todo se cae, se rompe, se agrieta, se desmorona; hay un ruido inmenso, similar al que podrían causar seis mil setecientos setenta y un millones doscientos doce mil setecientos veintisiete martillos hidráulicos golpeando la tierra al mismo tiempo. Hay otro sonido: seis mil setecientos setenta y un millones doscientos doce mil setecientos veintisiete carcajadas arrojadas al mismo tiempo. Alguien puede decir que esto es un caos, pero estaría olvidando que mientras todos tengamos la sensación de que no somos fragmentos, que somos parte de algo más grande, nada más importa; estaría olvidando que en todas partes se crean cosmogonías para explicar el universo y para darle sentido a nuestras vidas, y que ese afán por la colectividad es lo que nos da por lo menos un poco de trascendencia.
Por lo menos ahora nadie parece pensarlo, todos ríen a carcajadas, y nos miramos, y nos afecta que los otros rían, y nos causa una emoción inmensa, y más reímos. A carcajadas.
Ha sido sólo cuestión de minutos. No me lo explico, porque venía caminando por la calle igual de amargado que siempre. Venía quejándome por el dolor que me dejó el golpe que me di con el filo de la puerta del auto, en las costillas, al cerrarlo. Me quejaba de muchas cosas, pero ahora que recuerdo lo que me dolía hace unos minutos, mientras estoy aquí, tan feliz, me da vergüenza enumerar mis dolores.
Sentí que mi zapato estaba a punto de caerse, me agaché para atarlo pero la agujeta se había roto. Justo iba a empezar a maldecir cuando salió por una esquina un hombre. Venía saltando. Sobre los dos pies. Al mismo tiempo. Me pareció fastidiosamente gracioso ver al sujeto que venía sonriendo con los labios apretados, volteando para todos lados, exhibiendo una felicidad liviana e inocente, presumiéndola.
Primero quise que se detuviera. No podía ser. Nadie tiene derecho a ser tan feliz. Incluso pensé en levantarme y decirle que ya era suficiente, que su numerito no era gracioso. Apenas esbozaba un movimiento para intentar ponerme de pie y detener al tipo cuando él volteó a mirarme. Y no dejó de saltar, pero se detuvo. Saltaba en un mismo sitio mientras me miraba y sonreía. Luego levantó las cejas, y cuando las bajó se me revolvió el estómago. Sentí unos espasmos en las costillas, nauseas, y ese sabor podrido que subió reptando del estómago a la tráquea; quise resistir, pero terminé por vomitar una sonrisa.
Aún con la sonrisa en la boca tenía pensado acercarme al sujeto y decirle que se detuviera. Cuando me levanté y comencé a avanzar hacia él, me di cuenta de que tenía que reírme: no movía un pie detrás de otro: los tenía juntos y se levantaban al mismo tiempo: saltaba. En lugar de llegar hasta él y decirle que se detuviera, decidí llegar hasta él y seguirlo a donde fuera, sólo para saber cómo pararían las cosas.
Yo veía a la gente y no podía dejar de sonreírles a todos; los veía y notaba la mayoría de las caras mirándome con una especie de asco que rayaba en la envidia. Y llegué a pensar que me veía ridículo saltando con otro sujeto por la calle con una tremenda sonrisa apretada en la cara; y justo después concluí que lo ridículo era tenerle miedo a parecer ridículo, porque no podemos ser más ridículos con nuestros buenos o malos hábitos y nuestras excelentes o pésimas costumbres y nuestras falsas o dobles morales; eso es ridículo; saltar y sonreír, no.
Luego vi a otro hombre que venía saliendo de una peluquería, traía una toalla enredada en el cuello y espuma sobre la barba. Mucha espuma. Tenía una línea bien definida que le cruzaba el cachete, un surco de espuma por el que asomaba su piel. Detrás de él salió el barbero, se quedó parado en la puerta de la peluquería, con los brazos cruzados. Primero se veía confundido, pero después comenzó a reír. Yo veía al tipo regando espuma por todos lados y saltando sin dirigirse a ninguna parte, nomás por saltar. Cuando me vio su sonrisa fue tan grande que tuvo que mostrar los dientes.
Luego se me adelantó una mujer con el pelo muy bien peinado, brillante y aplastado contra la cabeza, sostenía un bolso con las dos manos y saltaba sobre unos tacones altos. Y yo nunca había visto a una mujer de negocios, porque tenía toda la apariencia de una, que tuviera una sonrisa que se acercara ni por poco a lo sincero. Se notaba que quería reír. Y entonces topó de frente con un sujeto en traje de corte italiano que traía un portafolio abrazado contra el pecho, que también venía saltando; y justo antes de chocar se rieron con más ganas, saltaron en otra dirección antes de tocarse y el sujeto aventó el portafolio al piso y levantó las manos.
Luego la gente empezó a salir de los cafés saltando, de dos en dos o de tres en tres, y rebotaban para todos lados sin chocar unos con otros. Adentro de los restaurantes se veían algunos saltando sobre las mesas y en todos lados. Quedaban cada vez menos que nos miraban con recelo en la boca, como si cometiéramos una tremenda injusticia con ellos porque a nosotros ya no nos importaba nada, y nos estábamos olvidando que hay gente a la que le duele demasiado el ridículo como para olvidarse de todo y reír.
La gente comenzó a ser mucha y había menos espacio para cada persona; parecía que se concentrara en un solo punto, pero en realidad se expandía, salían de los lugares donde estaban amontonados, y se extendían por las calles, tapándolas.
Me quedé saltando frente a un escaparate. Las cosas se movían, como si quisieran imitarnos a todos, a nosotros, los felices humanos, y temblaban intermitentemente y se acercaban a los bordes de los anaqueles. Luego comenzaron a caer. Los autos dejaron de estar junto a las banquetas y las risas se volvieron más estruendosas, porque comenzaron a ser muchas. El cristal del escaparate comenzó a cuartearse hasta que tronó. ¡Crash! Y quise tirarme al suelo y retorcerme de risa, revolcarme sobre los vidrios, pero no quería dejar de saltar. Y no lo hice.
Los oídos comenzaron a zumbarme. Llegué a sentir deseos de calificar el zumbido como desagradable, pero aunque dolieran los oídos era gracioso. Era tan gracioso que todo se moviera y saliera del lugar que les designamos arbitrariamente en un mundo que creemos que nos pertenece.
Y entre tantas cosas que se mueven escuché un sonido que por un momento tapó a los demás: un edificio se vino abajo. No soportó que toda la gente dentro le saltara encima y se desplomó como si hubiera sido una torre de arena dentro de un vaso, justo después de que uno levanta el vaso la arena se desmorona como el edificio. Así se cayó. Hubo una carcajada general, más fuerte que la carcajada que ya era constante, y un cristal reventó en alguna parte, como los platillos de una sinfónica.
Se empezó a librar el espacio poco a poco, y la gente empezaba a ser menos, había unas enormes grietas en el suelo que se iban tragando gente a montones. Y se oía desvanecerse las carcajadas mientras esa bola de gente caía por las grietas.
Poco a poco dejó de temblar, poco a poco nos fuimos cansando de saltar y de reír a carcajadas. Me dolía el estómago, y tuve que tirarme al suelo para tomar aire, y aún así una que otra risa me tensaba el estómago.
Aquí estoy sentado, mirando a los que quedan. También están sentados por ahí, y nos reímos unos con otros como si aún nos quedara el último destello de lo que nos causó tanta risa. Somos pocos y así está bien. Quién quiere a tanta gente por ahí, robándole espacio al mundo. Y qué mejor manera de deshacernos unos de otros.


domingo, 19 de abril de 2009

El dique

I do not know much about gods; but I think that the river
Is a strong brown god—sullen, untamed and intractable
T. S. Eliot

El agua iba deslizándose por la pared sin ser contemplada. Venía desde una grieta en lo alto del muro y era una línea ligera que parecía inmóvil. Habían dejado de oírse los crujidos hacía poco. El reloj hacía tic-tac y la puerta ya estaba sellada: por dentro no había perilla, por fuera había un poco de agua.
Había un paquete de cartas sobre la mesa. Una de las sillas chillaba al estar meciéndose en dos patas, balanceándose como si el peso que soportaba le diera más vida nomás porque sí. La otra silla estaba quieta. Ni un solo movimiento.
Había un surco de agua, como el del muro, pero seco, con líneas de tierra en los bordes, en la cara sobre la silla quieta. En la mano que baila sobre la silla que se balancea, hay un cigarrillo.
En ambos casos, sobre la silla hay toneladas de recuerdos a punto de ser sepultados por toneladas de agua.
La mano sobre la silla quieta rompe la pasividad del lado izquierdo de la mesa, que también puede ser el frontal o el trasero; en otro caso, el derecho. Pero es el izquierdo porque importa poco, porque cuando los muros de la presa vuelen, nada de lo que está en pie prevalecerá; lo izquierdo estará en todas partes; arriba, abajo; posterior, anterior. Las direcciones de un remolino, qué más da. Y la mano se mueve directo al manojo de cartas y le quita el celofán.
Las cartas se movían muy rápido, entrelazándose y superponiéndose al mismo tiempo que los labios están apretados. Usaría la palabra sellados, pero me temo que caería en un error, porque estaría olvidando que hay un cigarrillo que entra en esa boca. Y esa boca, por cierto, había maldecido mil veces al que no había dicho una sola palabra sobre la hora en que estallaría la primera carga que volaría la presa. Como si a propósito hubiera dejado a dos personas dentro de esa cabina absurdamente colocada en el paso del agua.
Pero l boca ya no maldecía, se estaba ahí chupando el filtro del cigarrillo y redondeándose al dejar escapar el humo, con unos ojos permanentemente situados a unos diez centímetros más arriba, hundidos, que miraban fijamente el manojo de cartas que se entretejía y se superponía.
Las manos no paraban, y aquello que se veía en las cartas parecía un film. Y los ojos miraban el asunto con el miedo delineándolos a la perfección, porque las manos creaban un film con las cartas y hacían que algo comenzara a ser, aunque fuera una ilusión y que en realidad no fuera un film lo que estaba sonriendo sardónicamente en las cartas. Pero aunque no existiera tal film, los ojos captaban en las cartas a una bebita en una cuna, luego a una niña en un triciclo, la misma niña con uniforme, la misma con jeans y una blusa pequeña. Entonces son sucesiones de conciertos, y la niña señala a los músicos que tocan el chelo, sus cachetes se recorren hasta la parte anterior de la cara y levantan los pómulos, una sonrisa los comprime. Luego llega la hora de aplaudir y ella se pone de pie y aplaude, a intervalos señala a los músicos que tocan el chelo. Y en casa, también en casa: se levanta de la mesa y se sienta en la sala, sosteniendo entre los muslos una guitarra, tallando una baqueta contra las cuerdas; con la misma sonrisa en la cara. La misma.
Sí, los ojos miraban con miedo; no porque les pareciera increíble que en un manojo de cartas se pueda ver semejante cosa como un film, sino porque esas manos parecen estar conteniéndose de saltar de nuevo a un cuello, para apretarlo. No faltaban razones para creerlo, las manos ya habían saltado al cuello y habían golpeado al cuerpo en las costillas. Y daba miedo porque el movimiento, en ese caso, era lo mismo que la quietud: era señal de que algo estaba por romperse y que a todo se lo iba a llevar la mierda. Porque la calma causaba que uno pensara que la presa se sostenía como un rinoceronte parado de cabeza con una sola pata en un bambú; el movimiento de las manos, que uno pensara que la muerte vendría de todas formas. No había escapatoria, ni consuelo.
Las manos soltaron de golpe las cartas. Se fueron peregrinando, a tientas, por el muro, buscando sujetar algo que las defendiera. Dio con los controladores, las palancas, los botones. Se fueron recorriendo el muro para evadir los gritos, para que al menos en esta ocasión el miedo a un golpe los atajara. Alcanzaban a entender que la culpa ataca al ofensor, y que el ofensor tiende a librarse de la culpa por vías extrañas como el insulto, o como el recuerdo de ofensas que hace años ya se habían olvidado, cuando el actual ofendido era el ofensor.
Las manos siguieron tanteando hasta que dieron con una funda grande y negra. Se olvidaron de repente de lo sagrado del objeto, las cosas sólo tienen valor cuando tienen un fin. Tomaron la funda y la cargaron sobre un hombro; viendo el cuadro completo se podía pensar en un beisbolista con un chelo como bate. Una imagen ridícula, se podría reír con ella si la pusiéramos en un campo de beisbol; pero estaba ahí, y las manos llamaron la atención de los ojos, que temblaron de rabia y de miedo.
Había un par de bocas dentro de la cabina de concreto que ni dios sabe qué diablos hacía ahí, y las dos temblaban. De un momento a otro se acumularían los reproches, y los insultos se mezclarían con un torrente de recuerdos inútiles para el momento, y saldrían hiriendo como los árboles que arrastran las inundaciones, después de romper el dique; ese dique que aún resiste delante de los dientes.
Ya en los ojos no había más reproches innecesarios, aunque las largas amistades siempre se carguen de ellos. Pero comenzaban a asumir sus culpas. Miran el sobre tirado en el suelo, el sobre y los billetes que o asoman por él o están regados en el suelo.
Y entonces no se vuelve tan patente asumir las culpas y comienzan a recargarse en otras cosas. Vestimos los objetos de culpa: a un bache por haber ponchado la llanta, a la pata de una mesa por haber estado en el camino del dedo más pequeño del pie.
Porque uno nunca tiene la culpa.
Esos labios temblaron por la presión de una apología, pero los detuvo el movimiento de las manos, que apretaban la funda por la parte del diapasón del chelo.
Los labios de las manos temblaron también, pero por el intento de tapar el otro dique, el que pugnaba por ceder sus muros ante una apología que saldría acompañada de tanto escombro y lodo. El torrente rompería el otro dique y el desastre final sería inevitable.
Temblaban las manos, con temblores.
Había unos ojos y unas manos. Había un chelo y un sobre con dinero tirado en el piso. Había también unas bocas y agua que se filtraba por las ranuras y comenzaba a juntarse y a cobrar un volumen, y era ya una capa en el suelo que lo anegaría todo tarde o temprano. Pero había algo más en la cabina, algo que no estaba ahí físicamente. Había un hombre encargado de presionar un botón. Un hombre completo. Con vida. Con una vida. Con su vida que no comenzaba ni terminaba a causa de un botón; acaso comenzó con una detonación, pero la pólvora no tuvo nada que ver. Y ese hombre bañaba el interior de la cabina, y determinaba todo cuanto había, condicionaba las manos, los ojos, las bocas. Y aún así quedaban intactos los diques, determinados sólo indirectamente por el botón.
Entonces una mano se acercó al bolsillo para buscar un apoyo a la apología, y encontró una navaja; las armas siempre han sido eficaces en el apoyo a de la palabra. Pero de todos modos las palabras se negaban a salir.
Los labios, los dos pares, seguían sellados.
Seguía vagando en la cabina aquel hombre que no estaba ahí, que miraba un reloj, con absoluta calma, esperando la hora para trabajar. La segunda carga debía de ser la definitiva, de ese dique no podía quedar piedra sobre piedra. Él no vio a las personas que entraron a la cabina casi a última hora: uno que llevaba un chelo como regalo para su hija y otro que le pidió le acompañara de vuelta a la cabina donde había dejado el sobre con su paga. Nadie los vio volver a la cabina, y ahora esos hombres ya no eran hombres, eran un cúmulo de objetos animados. Algo persistía de seres humanos en ellos, y es que intentaban aferrarse a las palabras para tener la ilusión de aferrarse a la vida.
Pero era inútil: el dique seguía en pie.
Ese momento, en que los dos hombres que entraron a la cabina dejaron de serlo; fue un lapso comparable a aquel en que uno comienza a tener conciencia de la vida. Fue un lapso atemporal del que quedaron memorias borrosas. Quedaban imágenes de los reclamos de un hombre que tenía razones para seguir con vida, quedaba la imagen de las palabras que apoyaban una defensa y un contraataque, porque nadie había sido obligado a volver. Quedaba la imagen de los golpes, acompañados de lágrimas, lágrimas que más parecían lava. Y después, aún después, la imagen de una metáfora, la imagen de una imagen. Y cuando nadie dijo nada, se hizo el dique.
Tiene sentido, después de todo, que el momento en que uno deja de ser se vuelva tan borroso como el momento en que uno comienza a ser.
Las manos se fueron alejando de los ojos, paso por paso. Y los ojos también se fueron acercando al muro, marchaban a un compás insufrible y lentísimo. Se detuvieron cuando ya no hubo más espacio a dónde retroceder.
El hombre del botón vagaba por la cabina como el agua, que llega ya a unos cincuenta centímetros del suelo. Parpadeaba. Mientras, los dientes tiemblan y se liman unos con otros detrás de los labios, las manos aprietan el diapasón del chelo, los ojos proyectan los movimientos necesarios para llegar al otro lado de la cabina y ensartar la navaja, en caso de que las palabras fallen.
Afuera hay gente viva: una niña que espera a un padre y no a un chelo, y empresas que esperan absorber el dinero de un sobre. Lo que sea que sea más importante.
Entonces
Un solo movimiento
Y el dique reventó
.